domingo, 13 de octubre de 2013

El sueño de Baudelaire


Quizás nada mejor para recomendar la lectura del libro de Roberto Calasso sobre Baudelaire que reproducir nuevamente el célebre sueño que el poeta de Las flores del mal describió en una carta a su amigo Asselineau. Para Calasso, que lo transcribe y analiza con erudición e inteligencia, “este sueño es […] un cuento sorprendente, acaso el más audaz del siglo XIX”. “En comparación”, añade, “las Historias extraordinarias de Poe suenan antiguas y tímidas, las narraciones se revelan obsequiosas y ciertas cadencias obvias, además de [que tienen] una adjetivación altisonante. El sueño de Baudelaire es en cambio áspero y seco, la prosa atravesada de desvíos nerviosos y abruptos”.
El relato es tan insólito y rico que todo lo que se desprende de él sigue vibrando poderosamente después de su lectura, y por eso me tomo la libertad de reproducirlo para quienes siguen Siglo en la brisa. Copio el texto de la edición de Anagrama, donde he leído La Folie Baudelaire en traducción de Edgardo Dobry, aunque me he permitido hacer algunos pequeños cambios (“diligencias” por “recados”, “coger” por “follar”, “muchacha” por “chica”, etc.) para que impresione más nítidamente a los lectores de este blog, que en su mayoría son mexicanos.

Fragmento de la carta de Charles Baudelaire a Charles Asselineau
(jueves 13 de marzo de 1856) 
[Traducción de Edgardo Dobry]

[…] Eran (en mi sueño) las dos o las tres de la madrugada, y paseaba solo por las calles. Me encuentro con Castille, que tenía, según creo, varias diligencias que hacer, y le digo que lo acompañaré y que aprovecharé el coche para hacer una diligencia personal. Tomamos, entonces, un coche de punto. Consideraba mi deber el regalar a la madama de un gran prostíbulo un libro mío que acababa de salir. Mirando el libro que tenía en [la] mano, resultó que era un libro obsceno, lo que me aclaró la necesidad de regalarlo aquella mujer. Además, en mi pensamiento, esa necesidad era en el fondo un pretexto, una ocasión de coger, al encontrármela allí, con una de las muchachas de la casa, y eso implicaba que, sin la necesidad de regalar un libro, nunca me hubiera atrevido a entrar en una casa de ese tipo. Nada de esto le digo a Castille, hago detener el coche frente a la puerta de esa casa y dejo a Castille en el coche, prometiéndome no hacerlo esperar demasiado. Inmediatamente después de haber llamado y entrado, me doy cuenta de que mi verga cuelga por la abertura de la bragueta abierta, y decido que es indecente presentarse así, incluso en un lugar como ése. Por otra parte, como siento los pies empapados, me doy cuenta de que voy descalzo, y que los he metido en un charco al pie de la escalera. ¡Bah!, me digo, me los lavaré antes de coger y antes de salir de la casa. Subo. A partir ese momento el libro ya no aparece.
Me encuentro en vastas galerías que se comunican entre sí, mal iluminadas, de aspecto triste y marchito, como los viejos cafés, los viejos gabinetes de lectura o las horribles casas de juego. Las chicas, dispersas por esas vastas galerías, conversan con hombres distintos entre los que veo a algunos colegiales. Me siento muy triste e intimidado; temo que me vean los pies. Los miro, me doy cuenta de que uno lleva un zapato. Un rato más tarde, me doy cuenta de que ambos están calzados.
Me choca el hecho de que las paredes de estas vastas galerías estén adornadas con dibujos de todo tipo, cada uno en su marco. No todos son obscenos. Hay también dibujos de arquitectura y figuras egipcias. Como me siento cada vez más intimidado y no me atrevo a abordar una chica, me divierto examinando minuciosamente todos los dibujos.
En un rincón apartado de una de estas galerías encuentro una serie muy singular. En una cantidad de pequeños marcos veo dibujos, miniaturas, pruebas de fotografía. Representan pájaros coloridos con plumajes muy brillantes, en los que el ojo está vivo. En algunos de ellos, no hay más que la mitad de un pájaro. Representan a veces imágenes de seres extravagantes, monstruosos, casi amorfos, como aerolitos. En un ángulo de cada dibujo hay una nota. La señorita tal de tantos años… ha dado a luz este feto en tal año; y otras notas por el estilo.
Me pongo a reflexionar en que este tipo de dibujos no está hecho para inspirar ideas de amor.
Otra reflexión es ésta: existe en verdad un único diario en el mundo, y es Le Siècle, que puede ser estúpido hasta el punto de abrir una casa de prostitución que sirva al mismo tiempo como una especie de museo de medicina. En efecto, me digo de pronto, ha sido Le Siècle el que ha financiado la especulación de este burdel, y el museo de medicina se explica con su manía del progreso, de la ciencia, de la difusión de las luces. Entonces pienso que la necedad y la tontería modernas tienen una utilidad misteriosa, y que con frecuencia, por obra de una mecánica espiritual, aquello que ha sido hecho por el mal se vuelve un bien.
Admiro en mí mismo la precisión del espíritu filosófico.
Pero en medio de todos esos seres hay uno que ha vivido. Es un monstruo nacido en la casa, y que está permanentemente sobre un pedestal. Aunque está vivo, forma parte del museo. No es feo. Su rostro es incluso gracioso, muy bronceado, de un color oriental. Hay en él mucho rosa y verde. Está en cuclillas, pero en una posición extravagante y forzada. Además tiene algo negruzco que da varias vueltas alrededor de sus miembros, como una gruesa serpiente. 
Le pregunto qué es y me responde que es un apéndice monstruoso que le sale de la cabeza, algo elástico como caucho, y tan largo, tan largo que si lo envolviese alrededor de la cabeza como una cola de caballo sería demasiado pesada y absolutamente imposible llevar, y por eso se ve obligado a enroscárselo en torno a los miembros, lo que por otra parte hace mejor efecto. Converso largamente con el monstruo. Me participa sus fastidios y penas. Hace ya varios años que se ve obligado a permanecer en esa sala, sobre el pedestal, para la curiosidad del público. Pero el principal fastidio es, para él, la hora de la cena. Como ser viviente, se ve constreñido a cenar con las muchachas de la casa, a caminar tambaleándose con su apéndice de caucho hasta la sala de la cena, y allí debe mantenerlo enrollado alrededor de sí o acomodarlo sobre una silla como un manojo de cuerdas, porque si lo deja arrastrar por el suelo le tiraría la cabeza hacia atrás. Además está obligado, siendo pequeño y regordete, a comer junto a una chica alta y esbelta. Por otra parte me da todas estas explicaciones sin amargura. No me atrevo a tocarlo, pero me intereso por él.
En ese momento (esto ya no es el sueño), mi mujer hace ruido con un mueble en su habitación y eso me despierta. Me despierto cansado, desganado, con la espalda, las piernas y los flancos molidos. Presumo que estaba durmiendo en la posición contorsionada del monstruo. […]
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El texto original francés completo de la carta de Baudelaire puede leerse en http://bit.ly/16DHX7h. Tomo prestada la imagen del ejemplar de Las flores del mal anotada por el poeta, de http://bit.ly/1axKfne; el resto de las imágenes pertenecen a diversas fuetes de internet. El post incluye dos imágenes de Charles Asselineau: un retrato a pluma hecho por Baudelaire (1850) y una foto de Nadar (que pertenece a los fondos de la Biblioteca Nacional de Francia). También de Nadar son los dos primeros retratos del poeta; el que acompaña estas líneas es de Carjat.

Más sobre Baudelaire en este blog:
Refrigerador, http://bit.ly/18dkJRW
A la puerta de Salvador Elizondo, http://bit.ly/1fsoQSz

Otro sueño en Siglo en la brisa:
Madero al teléfono, http://bit.ly/19zhUi2

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