viernes, 15 de julio de 2016

La colaboración, según Sergio Vela

Desde el 1 de julio pasado y hasta el próximo 7 de agosto podrá verse en escena la obra teatral La colaboración de Ronald Harwood, en una producción de la Compañía Nacional de Teatro dirigida por Sergio Vela. La pieza de teatro de cámara del dramaturgo y guionista de origen sudafricano se ocupa de la relación amistosa y laboral entre el músico alemán Richard Strauss y el escritor judeo-austriaco Stefan Zweig en los años emergentes del nazismo. Me he permitido plantearle a Sergio este cuestionario sobre su nuevo montaje escénico, por cierto el primero que lleva a cabo para una producción no operística. Como verá quien lea, mi viejo y querido amigo ha contestado a mis preguntas con su característica pasión erudita por las artes en general y por el arte dramático en particular.

Preguntas para Sergio Vela, director teatral
Por FF
¿Por qué montar La colaboración de Ronald Harwood? En algún momento te escuché decir que es una obra de extraordinaria actualidad. ¿A qué te referías?
La sustancia dramática de esta obra versa, ante todo, sobre el proceso artístico en conjunto: la relación creativa que entablaron Richard Strauss y Stefan Zweig evidencia la naturaleza de la amistad correspondida y de la confianza mutua, y las artes escénicas son, qué duda cabe, un asunto que implica la suma de voluntades, talentos y aptitudes que conducen a un resultado compartido. La amistad entre colaboradores es una forma sutil y refinada del amor, que nos hace ver al otro como indispensable. En el encuentro entre Strauss y Zweig, efímero pero fructífero, hallo la imagen de mis propios afanes creativos, que requieren de un equipo de colaboradores; así pues, la actualidad de La colaboración está, en primera instancia, en mostrar la importancia del trabajo que va más allá de la voluntad individual, pues requiere de los demás. (¿Cómo no mencionar en este caso a mis queridas colaboradoras Violeta Rojas, Ruby Tagle y Paulina Franch?)  En última instancia, de modo más obvio, la trama enfatiza la necesidad de cuidarnos de las asechanzas del poder, que se opone sin remedio al amor. A mi juicio, las circunstancias históricas que permitieron y propiciaron el encumbramiento de las tiranías tras la Gran Guerra se asemejan gravemente a las de nuestro tiempo —la incertidumbre económica, la xenofobia, la demagogia, la inestabilidad social, el antisemitismo, el desprestigio y la ineficacia de los gobiernos—, y quisiera que el contenido de la obra, casi admonitorio, no pase desapercibido.

¿Qué lugar ocupa en tu consideración la música de Richard Strauss, quizás el último gran representante de una época extinguida, un post-romántico anacrónico en un tiempo extraordinariamente entregado a la modernidad e innovación, cuando ya estaban activos Stravinsky, Schoenberg y Bartók, entre otros?
Richard Strauss fue quien lo dijo, con su característico sentido del humor que unía de manera incomparable la humildad y la arrogancia: en Londres, en 1947, afirmó que no era un compositor de primera línea, sino el mejor de los de segunda línea. De este modo, rendía homenaje a Bach, Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert y Wagner —que son, junto con Palestrina, Monteverdi y unos cuantos más, los compositores más grandes de todos los tiempos— y, a la vez, se colocaba a sí mismo en el rango siguiente. Por mi parte, suelo decir que la mejor manera de entender la grandeza descomunal de Richard Strauss está en una pequeña fórmula aritmética: Mozart más Wagner es igual a Strauss. Hasta 1910 Richard Strauss fue considerado como un compositor de vanguardia —los grandes poemas sinfónicos son, en su mayoría, obras relativamente tempranas, y las partituras de Salomé y Electra  muestran un ímpetu audaz—, pero a partir de 1911, con El caballero de la rosa, Strauss optó por parecer anacrónico, conservador o retrógrada; sin embargo, tengo para mí que más que replegarse o renunciar a los logros de la primera mitad de su vida, Strauss exploró el camino del neoclasicismo (¡incluso antes que en propio Stravinsky!), y rindió un homenaje explícito a la larga historia, brillante y sin par, de la escuela alemana: El caballero de la rosa es hija de Las bodas de Fígaro y La mujer sin sombra lo es de La flauta mágica, pero la herencia de Wagner está presente en ambas. Las apariencias engañan y, contra lo que suele suponerse, pienso que Richard Strauss es uno de los artistas más coherentes de toda la historia de la música. Los compositores predilectos de Strauss son también los míos: Mozart, Wagner, Bach, Gluck... Y, claro, Richard Strauss estará siempre entre mis predilectos.

¿Es Stefan Zweig un gran escritor? En ese caso, ¿cuáles de sus obras te gustan y recomendarías?
Sí, Stefan Zweig me parece un escritor sobresaliente. Es uno de los casos —al igual que Dickens o Hugo— en que el éxito y la popularidad de la obra de un autor no significan mengua cualitativa alguna. La literatura de Zweig corresponde con un mundo lamentablemente extinto, “el mundo de ayer” (título de uno de sus más hermosos libros tardíos), y yo tengo una afición particular, nostálgica, por la civilización que fue destruida en la primera mitad del siglo XX. Pienso que nuestras circunstancias históricas de hoy —tan semejantes a las de la primera posguerra— han propiciado que el corpus literario de Zweig vuelva a estar presente en la conciencia. Los ensayos de Zweig sobre Hölderlin, Kleist y Nietzsche me gustan muchísimo, y hay narraciones de veras magistrales, unas breves —Veinticuatro horas en la vida de una mujer, Mendel el de los libros o Novela de ajedrez— y otras más extensas, como Impaciencia del corazón, que recomiendo sin reservas. Por lo demás, para entender la significación de Zweig a lo largo del tiempo, debo decir que estoy convencido de que los nazis ganaron la guerra. No me refiero al hecho militar, sino a la destrucción que lograron: “el legado de Europa” (he aquí otro título capital de Zweig) fue aniquilado para siempre. Zweig estaba a salvo de Auschwitz y no supo que en enero de 1942, en la infame Conferencia de Groß Wannsee, fue decidida la sistematización del exterminio, pero se quitó la vida un mes después porque la destrucción moral de la cultura europea era un hecho consumado. A inicios de 1942 todavía no se vislumbraba la destrucción física del Tercer Reich ni las severas derrotas militares que decidieron el curso de la guerra y, sin embargo, Zweig supo a ciencia cierta que la cultura de Europa había sido aniquilada. Aunque parezca paradójico, simpatizo por igual con la dignidad y lucidez del suicidio de Zweig y con el aislamiento y el impulso creativo de los últimos años de Richard Strauss, cuyos resultados estéticos son deslumbrantes.

¿Qué lugar ocupa en la obra de Strauss la ópera La mujer silenciosa, que escribió a partir del libreto de Zweig, y que aparece como un subtema en La colaboración?
Tras la inopinada y trágica muerte de Hofmannsthal, Strauss sintió el horror vacui, pues requería de un libretista. Hofmannsthal era diez años menor que Strauss, y el compositor nunca imaginó que un día habría de enlutarse por la pérdida de su gran colaborador y amigo (esa mancuerna creativa es ejemplar en la historia de la ópera). La esposa de Strauss, Pauline, fue quien sugirió el nombre de Stefan Zweig, y el encuentro entre ambos prometió, al comienzo, ser perdurable y definitivo. Las circunstancias políticas les impidieron que la colaboración continuara, pero Zweig no sólo dio a Strauss el libreto de La mujer silenciosa, sino también la trama de Día de paz (una ópera casi desconocida, estrenada en 1938, que se refiere al final de la cruenta Guerra de los Treinta Años) y, por si fuera poco, la semilla de la última ópera de Strauss, Capriccio, la mejor reflexión sobre la naturaleza misma de la ópera. Además, Zweig recomendó al historiador teatral Joseph Gregor como nuevo libretista de Strauss, quien lo aceptó a regañadientes. En cuanto a La mujer silenciosa, la partitura es complejísima y, al mismo tiempo, tiene una frescura inusitada. Me parece se trata de una obra maestra con ciertas debilidades: antes de La mujer silenciosa, Strauss ya había compuesto diez óperas, mientras que Zweig no había hecho libreto alguno, y hay un cierto desequilibrio estructural del que, sin duda, Zweig habría sido aleccionado si la colaboración con Strauss hubiera continuado. Pero no hay que soslayar el hecho de que cada vez que Strauss emprendía con ahínco la redacción de una obra ligera, el resultado solía ser desmesurado. Al final de cuentas, nunca logró escribir una opereta: Helena egipciana, Arabella, La mujer silenciosa y El amor de Dánae, lejos de ser operitas, son operotas. Pero son geniales.

¿Qué significa el aforismo de Goethe que incluyes en el programa de mano (“Von der Gewalt, die alle Wesen bindet, Befreit der Mensch sich, der sich überwindet”), y que usas para ilustrar la época de la vida creativa del maduro Strauss una vez que se vio sin su colaborador Von Hofmannsthal?
En esos versos, que provienen de Die Geheimnisse (Los misterios), Goethe afirma que el hombre, al vencerse o superarse a sí mismo, se libera de la fuerza o del poder que vincula a todos los entes (Wesen es una hermosa palabra que significa lo mismo “esencia”, “espíritu”, “ente”, “genio” o “carácter”). Dicho de otra forma, el hombre puede liberarse de su propio destino si remonta las ataduras. O mejor aún: hasta los dioses se repliegan frente a la valentía del hombre. Me parece necesario que un artista procure superar, en cada obra ulterior, los logros alcanzados con anterioridad.

¿Por qué decides hacer teatro, tú que has dedicado tu talento para la escena exclusivamente a dirigir puestas de ópera?
En realidad, siempre hago teatro. La ópera, aunque suela pasarse por alto, es esencialmente un hecho teatral. Claro que es una forma peculiar y compleja del teatro, pero su naturaleza es dramática y dirijo ópera bajo esa premisa. La ópera no es música a la que se le añade la palabra, sino palabra dramática cuya expresión formal es de índole musical. Honestamente, no me parece que hacer teatro sin música sea un asunto esencialmente distinto a hacer ópera, sobre todo si se piensa en la ópera de manera integral. Por supuesto que hay peculiaridades que son propias de la ópera, como hay otras que son propias del teatro no musical, pero las reglas de la puesta en escena, del juego escénico (el ludus scaenicus) son prácticamente las mismas. 

¿Cuáles son las grandes diferencias entre dirigir puestas escénicas operísticas o teatrales?
En ópera, el flujo del texto está determinado a priori por la partitura. El ritmo de las palabras, el tono del discurso dramático, y la posible existencia de discursos paralelos —la música y la palabra pueden significar cosas distintas— preceden a la puesta en escena, e incluso llegan a condicionarla en cierta medida. En el caso del teatro no musical hay que construir la manera de pronunciar las palabras, es decir, el ritmo, la velocidad, el volumen y la intensidad. La ópera tiene más ingredientes que el teatro no musical y resulta ser más frágil, pero tiene menos incógnitas que despejar. Las variables, en el teatro no musical, exigen mayor tiempo de ensayos, pero las funciones, a la postre, son menos riesgosas que en la ópera. En cuanto al proceso creativo —la concepción misma de todos los aspectos de la puesta en escena—, la ópera y el teatro no musical tienen tantas semejanzas que es casi irrelevante hacer distinciones; en cambio, las distinciones son mayúsculas en el transcurso de los ensayos.

¿Cómo ha sido el hecho de pasar al español esta obra que diriges a partir de tu propia traducción? ¿Qué tanto has incluido de tu propia mano a la hora de traducir la obra y trasplantarla al público mexicano?
Procuré, para comenzar, que la traducción fuera tan ágil y audible como elegante. No escatimé el empleo de sinónimos o de giros lingüísticos refinados, pero quise evitar cualquier forma de indigestión por causa del texto.  Por supuesto, traduje todo el texto de Harwood sin añadir ni quitar línea alguna. Una traducción, nítida y completa, era imprescindible, ab initium, para tomar decisiones dramatúrgicas posteriores. Hice algunos cortes y algunos ajustes, y añadí un par de frases: no escenifiqué la penúltima escena de la obra porque me pareció que el autor estaba completamente desencaminado al presentar a Strauss de una manera indigna ante los estadounidenses en Garmisch; asimismo, hice cortes en el monólogo final de Strauss para evitar el tono lastimero y una serie de reiteraciones innecesarias. Utilicé las acotaciones sólo en la medida en que resultaban convenientes al hecho escénico, y modifiqué detalles por aquí y por allá. La cita de Heine sobre la quema de libros y de personas fue añadida por mí, así como alguna pequeña broma incidental. Y me rehusé, a toda costa, a utilizar pistas musicales para acompañar momentos específicos, por más que el autor las mencionara explícitamente en sus acotaciones escénicas. Detesto que la música en escena tenga un carácter ancilar y que sea grabada y reproducida mediante altavoces. Si la música ha de formar parte fundamental o incidental de tal o cual puesta en escena, querría escucharla en vivo, y no como un aderezo. Me niego en rotundo a la música “ambiental”, por más que la trama esté referida a cuestiones musicales.

¿Qué significa para ti trabajar con la Compañía Nacional de Teatro?
El modus operandi de la Compañía Nacional de Teatro fue establecido durante mi gestión al frente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. A partir de un propósito artístico muy claro, invité a Luis de Tavira a encabezar la Compañía, y conté con la colaboración de María Teresa Franco, que entonces era la titular del Instituto Nacional de Bellas Artes. Huelga decir que los esfuerzos de la Compañía, a lo largo de ocho años, han fructificado con creces, y los logros alcanzados no tienen parangón. Por otra parte, la casa sede de la Compañía fue rescatada y equipada ex profeso para albergarla, así que podrás figurarte con cuánta alegría recibí la invitación de Luis de Tavira para llevar a cabo un proyecto escénico con la Compañía Nacional de Teatro. Debo contarte que Luis de Tavira y yo estábamos en discusiones sobre autores y obras —hablamos especialmente de Calderón de la Barca y El gran teatro del mundo, de Heiner Müller en general, de Goethe e Ifigenia en Táuride y de Hugo von Hofmannsthal y La torre— cuando me enteré, por mera casualidad, que Ronald Harwood, cuya dramaturgia conozco desde hace muchos años, había escrito una obra acerca de la relación creativa entre Richard Strauss y Stefan Zweig. Leí el dato en una revista inglesa, no dije cosa alguna y apunté en mi agenda, con lápiz, el nombre de Harwood y el título, Collaboration, para acordarme de buscarla; sin embargo, antes de hacerlo tuve un encuentro concertado con Luis de Tavira y él, inopinadamente, me entregó un ejemplar de la obra, preguntándome si la conocía. Yo le mostré mi apunte en mi agenda, que no tenía más de setenta y dos horas, y él me dijo que con frecuencia las obras llegan a uno. Leí Collaboration con fruición, me junté de nuevo con Luis, y acordamos que ése sería el proyecto que yo llevaría a cabo con la Compañía Nacional de Teatro. Así fueron las cosas...

¿Hay algún género de dirección actoral que te interese, ahora que tus intérpretes no deben cantar? ¿Cómo se dirige a seis actores extraordinariamente talentosos y experimentados?
Preponderantemente, hay dos maneras de abordar un texto dramático: o bien se parte de la hondura psicológica del intérprete para llegar a la forma exterior, o bien se toman decisiones sobre todos los aspectos formales de la puesta en escena para profundizar de manera paulatina. Yo, sin duda, prefiero la segunda manera (descreo del método Stanislavsky). No me interesa el naturalismo en forma alguna. Sin embargo, hay estupendos actores —no sólo en la Compañía Nacional de Teatro, sino en el reparto de La colaboración— que adquirieron sus respectivas destrezas profesionales a partir del método Stanislavsky, y quise emplear las habilidades de cada uno en beneficio de la puesta en escena. El reparto fue integrado de común acuerdo por Luis de Tavira y por mí, y yo tenía especial interés en que Richard Strauss fuera interpretado por Juan Carlos Remolina y Stefan Zweig por Diego Jáuregui, pues me parecía una mancuerna idónea para establecer contrastes, afinidades y complementariedad. El trabajo con cada uno y con ambos fue francamente grato y estimulante, y me parece que cada uno supo dar hondura conceptual y emocional a su personaje. Ellos, junto con Renata Ramos como Pauline Strauss, me resultaron tan indispensables para la puesta en escena como Strauss y Zweig se consideraron indispensables entre sí, y como Pauline Strauss lo fue para su marido. La profundidad del pensamiento de Zweig, con toda su aptitud de penetración en la naturaleza de las cosas, ha sido trabajada de manera magistral por Diego Jáuregui —un actor especialmente culto— y pude mostrar el impulso creativo de Strauss gracias al temperamento y la energía de Juan Carlos Remolina, de tal suerte que construimos un personaje arrebatado y entrañable. Renata Ramos proviene de una tradición teatral diversa, versátil y ecuménica —el Teatro del Sol de Ariane Mnouchkine, en París—, y su curiosidad, sus aptitudes y su entendimiento no sólo permitieron explorar la riqueza del vínculo entre Strauss y Zweig (hay que recordar que Pauline Strauss fue quien sugirió la colaboración entre ambos) sino que, al mismo tiempo, mantuvo la tensión estructural durante toda la puesta: aunque no resulte del todo evidente para los demás, Renata fue una piedra angular de mi puesta en escena. Andrés Weiss y Mariana Gajá, a mi juicio, fueron estupendas opciones para dar cuenta de la complejidad de los caracteres de Hans Hinkel y Lotte Altmann y, de nuevo, la complementariedad y el contraste entre las dos mujeres, establecido mediante acciones paralelas, fue acertado. Ricardo Leal fue Paul Adolph, un personaje de presencia breve que, sin embargo, adquirió una gran fuerza escénica a partir de la formidable técnica de este actor que, como Renata Ramos, proviene de una tradición teatral riquísima, y muy distinta a la que suele prevalecer en México (la escuela de Jacques Lecoq). ¡Cuánta riqueza hay en las escuelas y los estilos teatrales de otros tiempos y de otras latitudes, y cuánta falta hace enriquecer nuestro entorno artístico con ella! Para resumir la respuesta sobre el tema de la dirección de actores, me parece oportuno destacar mi propósito de dar a la puesta en escena un ritmo sosegado, no exento de intensidad, pero propicio para decir y escuchar las palabras sin prisa y sin estridencia alguna. Partí del silencio, y las palabras suenan y resuenan, en un volumen mesurado y con un tiempo justo, sólo como una interrupción dramática del silencio.

Tú que conoces su trayectoria de muchos años, ¿qué tipo de trabajo en particular es el que ha hecho esta vez Alejandro Luna, responsable de la iluminación y el escenario de tu nueva puesta en escena?
Hace años escribí que Alejandro, además de ser mi amigo y mi adversario en la mesa de póquer, es un hombre generoso que suma su rigurosa capacidad analítica —pudo ser un abogado del diablo— y su experiencia, a las pocas o muchas aptitudes de sus colegas. Ya te he dicho que, desde el comienzo de mis tareas escénicas, Alejandro me proporcionó mis primeros rudimentos en el diseño de iluminación. Hicimos ópera juntos (El holandés errante, Idomeneo y Los visitantes), y dejamos de frecuentarnos en tareas escénicas, sin mengua de la amistad, durante mucho tiempo. Hace un par de años fui postulado por Alejandro y otros queridos amigos para incorporarme al Seminario de Cultura Mexicana como miembro titular, y en mi discurso de ingreso rendí un homenaje y agradecí a Alejandro por sus enseñanzas. Cuando Luis de Tavira me preguntó con quién trabajaría el diseño de la escenografía y la iluminación de La colaboración, mi respuesta fue inmediata: luego de diecisiete años, llamaría a Alejandro a colaborar de nuevo conmigo. Me pareció que la ocasión para el reencuentro creativo era inmejorable: el título y el contenido de la obra me parecieron propicios. Aunque Alejandro no ha renunciado del todo a su manía de dirigir al director, yo me he vuelto menos susceptible al respecto, y él conserva la virtud de hacer de cada puesta en escena una gozosa y estimulante aventura compartida. En particular, a pesar de la estructura cuasi cinematográfica de la obra —hay que tener presente que Harwood es un destacado guionista—, y a pesar de lo minucioso y hasta puntilloso de las acotaciones (en inglés, fastidious), acordamos que la puesta no sería naturalista ni tendría un carácter documental, sino evocador. La mirada crítica de Alejandro, durante los ensayos, fue crucial, y su agudeza me permitió depurar la puesta hasta el último momento.

El título de la obra, La colaboración, se refiere sin duda a la que se estableció entre Zweig y Strauss, pero acaso también, de modo irónico, de la que hubo, voluntaria o no, entre el músico y los nazis… ¿Es así o estoy leyendo de más?
Entiendes perfectamente la sutileza del título en relación con el papel de Strauss en el Tercer Reich. De hecho, en el monólogo final, Strauss alude explícitamente a la acusación que le hicieron por su colaboración con los nazis, y en mi propia nota para el programa de mano mencioné el asunto con claridad. Conviene recordar que Strauss, en los inicios del régimen nazi, fue el Presidente de la Cámara de Música del Reich durante un año y medio, pero pronto se enemistó con el gobierno y se convirtió prácticamente en su rehén, porque su nuera era judía, y sus nietos eran medio judíos. Por lo demás, la suposición de que las personas deban tener una determinada conciencia política me parece una patraña. Los deberes son moralmente exigibles, y los compromisos políticos son voluntarios.  

Casi al final de la obra, Lotte, la mujer de Zweig, se quita la ropa interior, poco antes de echarse en la cama donde va a morir, detalle que supongo que Harwood incluye en su escritura y que no dejas de escenificar de manera evidente. Ese hecho, que según entiendo es histórico, añade algo inquietante a la terrible escena del suicidio de la pareja. ¿Tiene algún significado? Si es así, ¿cuál es para ti?
Harwood no incluye la escena del suicidio, pero yo decidí que Lotte Altmann y Stefan Zweig no abandonaran la escena tras la lectura de la última carta de Zweig. Me pareció preferible hacerlo así, y tuve las imágenes fotográficas de la pareja muerta como referencia para la puesta en escena. Lotte Altmann, efectivamente, se quitó la vida sin llevar bragas, y éstas quedaron a un lado de su cadáver. Hay múltiples lecturas posibles al hecho, que es tan perturbador como misterioso. No pretendí resolver ni aclarar la ambigüedad, sino sólo evidenciar una imagen poética, profundamente inquietante.

¿Cómo debemos leer, en el contexto de La colaboración, las palabras de Hölderlin con que cierras la nota del programa de mano, el que “difícilmente abandona el lugar lo que mora cerca del origen”? ¿A qué lugar se refiere? ¿Por qué habría alguna virtud en la negativa a abandonar ese cierto lugar?
Pienso que Zweig moraba cerca del origen de la cultura europea, y no es imaginable que su exilio y su suicidio hayan sido cuestiones fáciles. Pienso también que la prosapia y la raigambre artística de Strauss explican con suficiencia su permanencia en Alemania durante los doce años del Tercer Reich. No se trata de un lugar cierto y específico, sino simbólico, y el tema tiene que ver con la pertenencia.  En ese sentido, Zweig sufrió el desarraigo y recuperó para sí la tradición honorable, celebrada por George Steiner, de ser un judío errante. Strauss, por su parte, se mantuvo enraizado a sus orígenes mientras Alemania se destruía a sí misma. Una misma cultura les concernía, y pienso que la congruencia de cada uno, lejos de ser una dicotomía irreconciliable, muestra la complejidad del tema. La congruencia de ambos es encomiable. Y todavía diré que anhelo que mi morada sea próxima al origen. 

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Las fotografías de la producción teatral son del fotógrafo italiano Lorenzo Rosi. Los retratos de Sergio, el que abre esta entrega de Siglo en la brisa y el que aparece junto a estas notas, son míos. Ambos fueron hechos en el Palacio de Bellas Artes; el primero de ellos, en el café; el segundo, en los camerinos, el 3 de mayo de 2012, unos momentos antes del estreno de la ópera La mujer sin sombra de Richard Strauss, montaje en el que participé escribiendo unos textos y diciéndolos yo mismo en escena. 

Más sobre Sergio Vela en este blog:
Entrevista para Quodlibet, http://bit.ly/1U25whD
Siluetista de músicos, http://bit.ly/1wrk385
¿Por qué Contra la fotografía de paisaje?, http://bit.ly/1xS2jpo
Textos para La mujer sin sombra de Richard Strauss, http://bit.ly/1IraPP6
Trasfondo de época, http://bit.ly/1qNLLbP
Primera tumba de Borges, http://bit.ly/14vLgjq




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